domingo, 26 de enero de 2014

Free lives, free waves.

Llevo toda la mañana escuchando a un hombre pedir limosna en la esquina situada en frente de mi casa. Resulta casi irónico que yo; sentada, arropada con mil mantas y más feliz por acabar los exámenes que nerviosa, tenga todo eso que él pide. En su mano, llena de heridas propiciadas por el tiempo, muestra una fotografía: la de su familia. En la otra y bajo el brazo, paquetes de pañuelos que, son lo único que le permiten llevar algo a casa. 
Algunas personas pasan de largo. Otras, lo miran de reojo e incluso se atreven a pensar si verdaderamente sufre tanto como parece. Las señoras más mayores con forros y abrigos de piel, miran la fotografía familiar creyendo entender lo que realmente está pasando pero, ignorándolo completamente.

"No tengo nada suelto", es lo único más parecido a la realidad que he escuchado salir de la boca de un transeúnte. 
Por unos minutos, ha permanecido en silencio. Un silencio incómodo. Su voz se escapa entre el aire, con poca fuerza; dejando entrever el sufrimiento que le acarrea que otro día más se esfume entre sus manos, sin poder hacer nada al respecto. Sólo ha permanecido callado para recuperar la voz, para recuperar la fe en otra persona nueva que pasea de la mano de otra y que, a falta de nuevas reacciones, pasa de largo sin percatarse siquiera del aspecto del hombre.

El cambio viene después. Cuando ya cesa, simplemente se apoya en la esquina; esperando el paso de personas y, sin decir nada, ofrecer los paquetes que tan poco rentables han resultado salirle. De repente, un tipo con un sombrero negro, se acerca, le mira a los ojos y le dice a su mujer que espere unos segundos antes de continuar con su paseo. Sus ojos claros, miran fijamente los del hombre, desgastados de tantas lágrimas perdidas en el tiempo. Extiende su brazo y echa unas cuantas monedas sueltas, al mismo tiempo que el mendigo esboza una sonrisa que parece salirse de su cara. "Gracias, muchas gracias. Gracias, gracias, gracias..." Es lo único capaz de balbucear. Pero lo agradece de verdad. El lo sabe. El hombre con el sombrero negro lo sabe. Su mujer lo sabe. Pero los transeúntes lo ignoran.

Luego bajo la vista a mis apuntes, subrayados con diez mil colores para ver si así mejora la cosa y se quedan grabados para siempre en mi memoria, al menos hasta el día del examen. Vuelvo a mi realidad. Esa que tanto me jode a veces, pero que doy gracias porque así sea. 
Llena de retos, metas, ideales... Pero no tan jodida como la de tantas y tantas personas, que como consecuencia de la situación actual, se ven abocadas a pedir limosnas, refugio, comida, o simplemente un porvenir para sus familiares. El precio a pagar muchas veces es alto, pero están dispuestos a arriesgarlo todo por una vida digna; no llena de comodidades, pero que les permita ser, al menos, un poquito más felices.

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